Cupiditate ductus ascendi

El pretexto, (caso singular).

Es bien cierto que veinte años pueden no ser nada y que veinte segundos, por el contrario, lo pueden ser todo. O que en apenas un mínimo instante en las que nos ocurra algo que luego se nos revela como transcendente envejezamos con más precisión y exactitud que en los veinte años de la nihilista canción. Como relativo y dúctil que es, el tiempo en ocasiones se encoge y los segundos, por ejemplificar con unidades comúnmente aceptadas como breves y mínimas, se precipitan y apiñan entre sí creando una cronología paralela, sintética y desbordantemente informativa. Un tiempo que corre más deprisa que el habitual y que nos hace más lo que a la postre llegamos a ser, un tiempo que nos moldea y conforma más rápido, que nos arruga el carácter de modo instantáneo. Realmente nunca había tenido una percepción así del tiempo de un modo tan palmario. Ya hace años que este hecho lo presentía como intuición, después lo comprendí como verdad transmitida pero sólo desde aquel día pasó a incorporarse al acervo de mis experiencias y lo hice definitivamente mío porque finalmente también a mí me ocurrió.

Así se produjo aquella tarde y así fue también como se reprodujo en la sucesión de imágenes repetidas que durante días me asaltaron en cada momento de lucidez u ocio, los menos unos y otros a decir verdad, y que acapararon casi por completo la limitada capacidad de mi temerosa memoria cuando ésta entraba en funcionamiento. ¿Dije temorosa?. Sí, pero ahora que me esfuerzo por intentar recomponer aquellos instantes y por buscar el modo más comprensible de codificarlos y articularlos en lengua para que puedan ser conocidos por otros y reconocidos por mí en el futuro, creo que el temor nació después, en el instante de la detención y no en los de la caída. Quizá al percibir sus primeras consecuencias evidentes que fui capaz de analizar con una lucidez y velocidad de las que, desde este estadio de reflexión actual sobre lo ocurrido, no dejo de sorprenderme. Sí, casi seguro que cuando mi cuerpo se detuvo finalmente y me di cuenta sin dudarlo de que me había roto la pierna en el choque contra la roca fue cuando comenzó la fase del miedo. “Fractura bifocal de tibia y peroné y algunas magulladuras y contusiones menores” me dirían horas más tarde en hospital, después del trámite del profesionalísmo rescate en helicóptero efectuado por el Soccorso Alpino de Dolomitas1. “Lo menos que te pudo pasar al encontrarte con esa piedra providencial que evitó que siguieras rodando por una canal que iba ganando verticalidad hasta desembocar en una plataforma nevada unos cientos de metros más abajo”, me dirían mis amigos cuando me fueron a visitar al hospital de Belluno.

Y es que, aunque resulte extraño, puedo decir con total rotundidad que no sentí miedo mientras me precipitaba. A medida que iba rodando por la ladera no era, en contra de lo que pudiera parecer, pánico lo que me asaltaba sino la convicción íntima de que el fin de la caída sería inmediato y sus consecuencias mínimas o al menos médicamente asumibles. Ya desde arriba había visto la piedra que sobresalía de entre la nieve a unos quince metros de la repisa en mitad de la canal, y de que sus resultados aunque desagradables nunca irían desembocarían en dramáticos o menos aún en funestos. El día era espléndido y el error cometido demasiado tonto. Es más, pensaba que podría detenerla a poco que me esforzase en utilizar el piolet cuando en realidad era que cada vez, a lo largo de esos instantes eternos, me precipitaba más y más rápido hacia el fondo de la canal. Un sentimiento de relativa tranquilidad, nacido no sé si de la inconsciencia o de una extraña capacidad premonitoria que luego se demostró acertada, me acompañó mientras perdía altura desde la repisa.

Y ahora desde la distancia de tiempo y espacio interpuesta hay otra cuestión que me inquieta y que de momento no está del todo aclarada: ¿no ví el fin entonces o es que en realidad no me importaba que llegase?. ¿lo había hecho ya todo en la vida y podía dejar ya de ser diciendo “confieso que he vivido” como el poeta?., ¿qué es hacer todo, pretencioso?. Es posible que el miedo naciera al comprobar que se inauguraba una etapa de dolor y reconstrucción más que de una verdadera sensación de final de la vida . Miedo al dolor más que a la propia muerte. Si esto fue así resulta reconfortante la idea de que quizá esta manera de afrontar lo inevitable pueda reproducirse en el futuro cuando lleguen los instantes verdaderamente definitivos. Pero esa es otra historia y relato de otro lugar.

El origen.(caso plural)

Pero este percance sea quizá sólo una anécdota, un punto de arranque que me llevó después a hacerme la pregunta importante, que solemos creer que nunca va a ser necesario responder, y que en tantas ocasiones hemos oído en boca de personas ajenas a esta pasión. ¿Por qué subís montañas?, ¿Porqué estaba yo allí entonces?, ¿qué me llevó a aquel lugar como a tantos otros semejantes desde que años atrás había sentido “la llamada de la montaña”?. ¿en qué consiste esta llamada?, ¿quién siente y por qué se siente esta llamada?, ¿es sólo pretenciosa retórica o responde a un hecho real y verbalizable?.

La respuestas a estas preguntas, que no son para nada nuevas ni originales, y que se han venido dando desde la fecha en la que el joven ginebrino Horace Bénédict de Saussure en el s. XVIII se atrevió a mirar el macizo del Mont Blanc con nuevos ojos, inventando el alpinismo, han sido tan variadas como incompletas si pensamos que esta “locura” agota su explicación con unas respuestas simples y pretendidamente ocurrentes u originales. Hay respuestas clásicas al por qué se suben montañas como el aforístico “porque están ahí” de Mallory o el “porque es una conquista inútil” de Lionel Terray o la alternativa antitrascendental de Juanjo San Sebastián “no es profundo ni digno de admiración: es absurdo. Pero es bonito”. Incluso el francés Georges Sonnier llegaba a concebir nuestra relación con las montañas como un auténtico intercambio amoroso afirmando que la montaña “participa del alma humana en la medida misma en que el hombre, al fin cautivado por ella, la ha admitido en los misteriosos intercambios del amor”. Y algo de todo eso sin duda hay ( ahí están esas inútiles, amorosas y bonitas conquistas, para nada dignas de admiración), pero ninguna de esas respuestas y otros cientos que se han dado, quizá tantas como montañeros, de manera independiente puede llegar a agotar la explicación total y completa del fenómeno, como tampoco podrían llegar a cerrar el tema estas reflexiones aquí presentadas a vuelapluma.

El montañismo, tal y como lo entendemos hoy, nace precisamente en el momento de la historia en el que ya casi apenas quedaban territorios del planeta por descubrir. Y quizá esta búsqueda de nuevas fronteras fue la que provocó que se cambiara el modo de ver las montañas que hasta entonces habían permanecido como territorios inexplorados, vírgenes y misterioros. Ahora las montañas se veían como un nuevo espacio de aventura y reto hacia el que dirigir las miradas y los cuerpos. Un nuevo lugar de búsqueda cuando ya no quedaban mares por singlar ni continentes por descubrir. El eje horizontal apenas si ya ofrecía secretos y algunos congéneres inquietos comenzaron a sentir el deseo de investigar en los mundos verticales para encontrar en ellos una nueva fuente de conocimiento. Porque, y a pesar del hecho innegable de que el componente deportivo haya ido ocupando espacios cada vez mayores entre las motivaciones de sus practicantes, el montañismo continúa siendo principalmente una actividad de conocimiento. Conocemos nuestro entorno natural en su estadio próximo al primigenio , nos conocemos a nosotros mismos y nuestras limitaciones pero también la montaña nos ayuda a conocer los aspectos más íntimamente humanos de nuestros compañeros de ruta.

Pero no siempre las opiniones que se escuchan, esto sí, mayoritariamente de boca de personas ajenas al mundo de la montaña, se manifiestan sobre nuestra pasión en términos tan favorables. Y sostienen que el territorio de las cumbres parece haberse convertido ya en mundo competitivo de lucha de egos y en un caldo de cultivo apropiado para el enfrentamiento y la competición no siempre acompañada de un honesto y esperable “juego limpio” ( baste recordar el caso de la coreana Oh Eun-Sun y Edurne Pasabán). Se identifica así incluso con una búsqueda alocada del riesgo inútil impulsada por un deseo espúreo de reconocimiento personal y de búsqueda de la admiración general que lo mueve todo. No se puede negar que el montañismo de grandes cumbres, si acaso más espectacular y mediático pero en número de practicantes inmensamente menos significativo, puede ser proclive a veleidades tales. Sin embargo, tal y como yo, y creo que la mayoría de los compañeros de mi entorno, lo vemos, el montañismo no tiene nada que ver , con esa hoguera de vanidades. De hecho son muy pocos los montañeros que acostumbran a publicitar sus logros en los medios de masas en relación con una inmensa mayoría que nunca aspiró a abandonar un cómodo y pretendido anonimato. Sólo a nosotros nos suele valer y sólo en nosotros y en nuestro entorno se suele acabar el relato.

Uno de los principales atractivos de la actividad en las montañas que he ido apreciando a través de estos años consiste en que su ascensión se presenta como una actividad simple y absorbente. El único instrumento para llevarla a cabo es nuestro cuerpo, nuestra imaginación para concebir metas y diseñar rutas y para ello no se precisa más que de unos mínimos complementos de equipamiento en la actualidad accesible a todos o a casi todos. Y por supuesto muchas ganas e ilusión. Además durante la marcha nuestra mente, bien porque ciertas dificultades del terreno exigen una concentración que obliga a apartar cualquier otro tipo de pensamiento, o bien por la propia belleza del entorno que nos deja literalmente “absortos”, se libera de muchos de los lastres de preocupaciones y de oscuras nubes que a menudo la visitan . La montaña nos absorbe en ese doble sentido de exigirnos atención y de deleitarnos en la contemplación de manera que favorece una higiénica limpieza mental. Se puede decir que en cierto modo un día en la montaña supone un oasis en medio del desierto en el que las batallas cotidianas de la vida nos suele tener ocupados.

La aventura montañera es también unha actividad física que exige ritmo y disciplina. El ritmo que impone la marcha y la disciplina necesaria para cumplir los objetivos propuestos utilizando para ello los medios físicos o técnicos previstos. El ritmo de nuestro corazón que se sintoniza con el de ese otro mundo vertical y salvaje en un latido sincrónico y panteista. Y además, a mayores, este ejercicio de ritmo y disciplina sin duda nos puede resultar útil y aprovechable en el desarrollo paralelo de las tareas de nuestra vida civil extramontañera.

Y la montaña es también el mundo de la nieve. Esa blanca postal de un territorio cada vez menos indómito y por ello cada vez más frágil. Hay que huir de la vorágine de las estaciones y buscar sus infinitos rincones aún intactos. Y allí, inmersos en su silencio blanco, es difícil escapar de la londoniana llamada de lo salvaje que se percibe recorriendo sus vastos espacios. La nieve tiene un poder sedante y embriagador al que pienso que pocas sensibilidades puedan sustraerse; al menos yo no he sabido ni querido. Cuando cae son flores y cuando yace es serena y cándida superficie que casi temes hollar y transgredir. Es el signo de la pausa, de la calma, un síntoma del invierno que ralentiza la vida, que hiela el tiempo en una suerte de fotografía predigital y lo transforma en algo más demorado, intenso y vívido. Recuerdo hace unos años, en Picos de Europa, con especial nitidez una solitaria excursión con raquetas desde el puerto de Panderruedas saliendo del hayedo hacia el cordal de Frañana por Peña Cebolleda y el Gildar una gélida y transparente mañana de enero. Un cielo limpio hería los ojos de azul y un tupido y denso manto blanco cubría todo lo que alcanzaba a la vista después de unos días de fuertes nevadas. La vista abarcaba el Macizo Central desde el sur con el imponente Friero , el valle de Valdeón, la Bermeja hacia occidente y la parte alta el desfiladero del Cares a lo lejos separando el Cornión de los Urielles. El día era hermoso y caminaba gozando de una emoción y plenitud indescriptibles. Montañeras e invernales emociones irrepetibles que nos pasean, en ocasiones señaladas, por la orilla soleada de la vida.

Pero sobre todo el montañismo es una actividad creativa que indaga en el conocimiento de los límites personales en un territorio fronterizo entre la realidad y el deseo y en un buscado ambiente de pureza. Y es quizá en la búsqueda de este marco virgen con unos medios no agresivos donde se establezca la distancia mayor entre las prácticas del montañismo y las del esquí o actividades deportivas de estación que, trasladado al medio acuático, se me antoja semejante a la diferencia existente entre las filosofías antitéticas que inspiran la práctica de la náutica a vela y la de las embarcaciones de motor. Ese entorno de soledad y huída del ruído pretendido y penetrado con unos medios adecuados y no lesivos, es en el que nos queremos mover los montañeros. Un entorno que además favorece la introspección y a la vez el encuentro; un entorno en el que se vive un tiempo paralelo más pausado que favorece a que se complementen el silencio y la conversación descubridora del compañero. Porque a todo da tiempo en la montaña. Porque quien nos escucha nos permite ser y, en la montaña, en los días de marcha por los senderos o en las noches de tienda o refugio, hay mucho tiempo para escucharnos y mucho tiempo para dejarnos ser y (re)conocernos.

Las montañas que subimos hacen que se nos altere la mirada del mundo del valle cuando regresamos de nuevo a él. Desde la soledad y la inaccesibilidad selectiva de las alturas comprobamos lo pequeña e intranscendente que es en realidad esa porción humanizada y tan a menudo desnaturalizada del mundo que hemos convertido en nuestro hogar. Esa porción tan hollada del mundo que hemos transformado hasta casi el borde de su anunciada destrucción. Hemos acabado con la pureza y el equilibrio original de nuestro planeta que sólo permanece en los rincones de más difícil acceso a nuestros vehículos y carreteras, que sólo se conserva en los espacios cuyo acceso exige un esfuerzo y sacrificio que la mayoría de nuestros congéneres no están dispuestos a asumir. Y allá arriba todavía permanece este estadio inalterado perdido en el valle . Por eso nunca es igual el individuo que sube que el que baja. Ha cambiado su perspectiva y esto provoca una alteración enriquecedora en su sistema cognoscitivo. Sin su travesía azarosa por el Mediterráneo la pobre Iítaca resultaría sin duda más pobre para Ulises. El universo insular de Ítaca no es el mismo para la inteligencia viajera de Ulises que para la de los sedentarios pretendientes. El viaje, la ascensión, provocan el cambio en el viajero, en el montañero. Y es que la actividad montañera, se desenvuelve en un territorio de límites, los nuestros propios y los de la geografía que hacen que cambie nuestra mirada. Describimos con nuestro cuerpo un itinerario ascendente hacia unos territorios que trazan sus fronteras en la cresta de las cumbres dirigiendo con esfuerzo nuestros pasos hacia esa meta infranqueable donde se abre un nuevo y etéreo país, casa de otras criaturas.

Por eso cuando subimos una montaña lo que hacemos, lo que hago, es, en cierto modo, emprender un viaje hacia una suerte de frontera, hacia los limites del espacio que nuestros pies nos permiten recorrer, hacia un territorio ambiguo y rayano que, por lo menos a mí, me ha ayudado y me sigue ayudando a discernir lo que soy y lo que no soy.

Fernando Gómez Montiel

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